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Hay una frase que me persigue desde que empecé a trabajar como diseñadora: “Isa, ¿qué te parece esto?”. Y luego viene la trampa disfrazada de favor: “¿me vas a colaborar, porfa?”. No es un “me regalas”, ni un “hacemos un canje”, es más directo y más duro: es una frase que, sin quererlo, encapsula la desvalorización del oficio. Como si diseñar fuera solo una habilidad técnica, como si bastara con tener el programa abierto y oprimir tres teclas para que aparezca “la magia”.

No es sorpresa. Vivimos en una época de Fast Design, un fenómeno que —al igual que el Fast Fashion— prioriza la producción en masa, la estética inmediata y la velocidad sobre la intención, la reflexión y el arte. En redes sociales, una pieza gráfica puede durar 24 horas o menos antes de ser reemplazada por otra igual de urgente y olvidable. Esto ha cambiado la percepción del diseño: lo ha vuelto desechable.

Y aunque las herramientas de diseño se han democratizado —Canva, plantillas, inteligencia artificial— el problema no es la accesibilidad. El problema es la falta de profundidad, la pérdida del sentido, la creencia de que diseñar es simplemente “poner bonito”. Yo no le tengo miedo a las herramientas nuevas. Sería absurdo decir que algo “mató” el diseño cuando siempre ha evolucionado. Pero lo que sí cuestiono es qué estamos construyendo como cultura visual cuando dejamos de preguntarnos para qué y por qué hacemos lo que hacemos.

El problema no es la herramienta, es la intención

No es Canva. No es la IA. No es que ahora cualquiera pueda hacer un flyer en cinco minutos desde el celular. El verdadero problema es que, en medio del apuro, nos estamos olvidando de la intención. De la reflexión. De esa pausa que debería existir entre el brief y el primer trazo.

Hoy muchas piezas se hacen con la lógica de la inmediatez, como si diseñar fuera un trámite. Y ahí es cuando aparece ese Fast Design del que hablábamos: piezas sin alma, sin riesgo, sin preguntas. Piezas hechas por cumplir, no por comunicar.

Y aquí no me pongo en una postura moralista: yo también he estado ahí. A veces toca. No todos podemos darnos el lujo de diseñar solo lo que nos inspira. Pero otra cosa es que eso se vuelva la norma, que naturalicemos esa forma vacía de hacer diseño. Que olvidemos que lo que hacemos tiene impacto, que no es solo “bonito” o “feo”, sino que puede transformar la forma en la que las personas entienden el mundo.

Diseñar no es decorar, es traducir

Para mí, diseñar es traducir. Es coger algo abstracto —una emoción, una idea, un mensaje— y volverlo visible. Es una conversación entre lo que el otro quiere decir y lo que uno logra construir con imágenes, colores, tipografías y decisiones que muchas veces pasan desapercibidas, pero que lo cambian todo.

Cuando alguien dice que diseñar es solo “poner letras bonitas” o “acomodar una imagen”, lo que está haciendo es negar todo ese proceso invisible que hay detrás. Ese viaje mental que uno se hace para que el diseño no solo funcione, sino que conecte. Que respire. Que diga.

Something, Nothing Green Road Sign Over Dramatic Clouds and Sky.

El diseño no es para todos (y eso está bien)

Suena feo, ¿cierto? Pero no lo digo con superioridad, lo digo con honestidad. Porque no todo el mundo entiende lo que implica diseñar con intención. No todo el mundo está dispuesto a habitar la incomodidad del ensayo y error, a cuestionarse constantemente, a arriesgarse a que una idea funcione… o no.

Y eso está bien. Porque el diseño no tiene que ser universalmente comprendido, ni mucho menos validado por todos. El diseño es una disciplina, no una tendencia. Es una forma de pensamiento visual, no una plantilla replicable. Y como tal, requiere estudio, sensibilidad, criterio y, sobre todo, tiempo.

Ese es otro de los grandes choques: el tiempo. En un mundo que lo quiere todo para ayer, el diseño exige pausas. No para romantizar el proceso, sino porque pensar bien toma tiempo. Experimentar toma tiempo. Hacer algo con sentido, con alma, con dirección… toma tiempo. Y a veces duele escuchar: “es que eso está muy experimental” o “¿por qué te demorás tanto si eso es solo un post?”.

Lo experimental se ha vuelto sinónimo de innecesario. Y lo lento, de ineficiente. Pero ahí, justo ahí, es donde el diseño empieza a morir. Porque sin riesgo, sin preguntas, sin exploración… lo que estamos haciendo no es diseño, es repetición decorada.

Friends using smartphones together outdoors

No todo vale, y no todo comunica

En este oficio uno aprende que todo comunica… incluso cuando no dice nada. Una pieza sin intención también está diciendo algo: que da igual. Que todo da igual. Y ahí es donde me paro en seco.

Porque yo no diseñé para que me aplaudan, pero tampoco para que lo que hago se consuma como si fuera un paquete de papas. Yo diseñé para hacerme preguntas. Para traducir el caos. Para experimentar, aunque eso implique equivocarme. Para que una imagen diga lo que a veces no se puede decir con palabras.

Y si eso me hace más lenta, más intensa o más “experimental”, pues qué dicha. Qué dicha serlo.

Porque el diseño no tiene que gustarle a todo el mundo. Tiene que tener sentido. Tiene que tener alma. Tiene que moverse desde el respeto a la idea, al proceso y al otro.

Hoy, más que nunca, necesitamos volver a mirar el diseño como lo que es: una herramienta para pensar el mundo, no solo para decorarlo.

Así que no, el diseño no es para todos. Y eso no es un ataque. Es un llamado a cuidar el oficio. A honrarlo. A dejar de normalizar lo urgente como si fuera sinónimo de lo importante.

A recordar que detrás de cada decisión visual —por más mínima que parezca— hay una persona que pensó, que sintió, que se tomó el tiempo.

Y eso, eso sí que debería ser suficiente.

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